domingo, 30 de agosto de 2009

La ciencia del rock.


Ésta es la primera entradilla de la historia que no responde las cinco preguntas clásicas del periodismo, sino que plantea seis: ¿Están las melodías cerca de acabarse? ¿Por qué el iPod parece el mejor de los djs? ¿Hay música para chicas y para machotes? ¿Por qué tengo muchos más discos en las letras M y S que en el resto? ¿Cuántos años faltan para que toda la música acabe en Internet? ¿Por qué la segunda canción del disco parece siempre la mejor? Las preguntas son del jefe, así que hay que responderlas. Por fortuna no falta material en las librerías, con las recientes obras del neurólogo Oliver Sacks (Musicofilia, en Anagrama) o del músico y científico cognitivo Daniel Levitin (El cerebro y la música, en RBA), ambas originales y de un gran interés, y de algún otro libro. Además uno tiene sus contactos, así que vamos a ello.

- ¿Están las melodías cerca de acabarse o las canciones (no atonales, claro) son infinitas? El número de melodías dodecafónicas es fácil de calcular -son unos 500 millones-, pero difícil de interpretar. Casi toda la música es tonal, es decir, que se basa en generar y resolver tensiones sobre un punto de anclaje o reposo armónico (la tonalidad, como do mayor o la menor). Cualquier sistema tonal implica que unas notas (la tónica o ancla y sus socios naturales) se utilizan mucho más que otras en una melodía.

Lo que hizo Schönberg fue prohibir por estatuto usar una nota más que otra: la melodía dodecafónica debe llevar las 12 notas que hay en la escala, y ni una más. Schönberg no fue el primer músico atonal, pero sí el primero en proponer esa fórmula matemática simple para garantizar al compositor una atonalidad cristalina.Las posibles melodías dodecafónicas, por tanto, son las permutaciones de 12 notas tomadas de 12 en 12, que son 12! (12 factorial, o 12 x 11 x 10 x 9...), o cerca de 500 millones. La biblioteca de iTunes tiene seis millones de canciones, así que ahí parece haber margen para 80 bibliotecas iTunes más. Lo que ocurre es que poca gente llamaría melodías a la mayor parte de esos productos matemáticos.

Responde mi crítico musical favorito, Diego A. Manrique: "Uno de los primeros números de Rolling Stone se planteó la cuestión a principios de los setenta. ¿Se están acabando las melodías? No supieron responderla".

¿Cuántas melodías tonales hay? Una forma de estimarlo puede ser no partir de 12 notas, sino de 7: la escala diatónica descubierta por Pitágoras (do re mi fa sol la si), casi un producto de la física del sonido. Son las teclas blancas del piano, y casi cualquier forma en que uno toque esas teclas produce una melodía tonal.

Pero las permutaciones de siete notas tomadas de siete en siete apenas pasan de 5.000. Cada una debería estar repetida 1.200 veces en iTunes. Y aún puede que siete notas sean demasiadas. El mayor éxito de Weather Report, Birdland, se basa en una melodía de una simpleza insultante: sus cinco notas sólo dan 120 permutaciones. ¿Entonces qué pasa?

Que el diablo mora en los detalles. Cuando las primeras bossa nova fueron acusadas de monótonas, Antonio Carlos Jobim respondió con la Samba de uma nota so, donde la única nota de la melodía adquiere cinco significados radicalmente distintos según a qué acorde pertenezca. La innovación en música, como en todo lo demás, no es una cuestión de combinatoria, sino de profundidad, durará cuanto dure el talento.

- ¿Cómo funciona el shuffle del iPod, que a veces parece el mejor de los djs? "La reproducción de canciones obedece estrictamente a una selección aleatoria entre las que tiene almacenadas", dice el portavoz de Apple, Paco Lara. ¿Será entonces el azar el mejor de los djs? No. La clave está en el almacén, o en su guardián: un autómata llamado Genius. Es parte de la última versión de iTunes, el programa de Apple para reproducir, organizar, sincronizar y comprar música.

"iTunes 8 incluye la revolucionaria característica Genius", explica Lara, "que con un solo click en una canción crea una lista de reproducción con otras canciones de tu biblioteca que van bien juntas con ella". Pero entonces, ¿está programado en iTunes el concepto ir bien juntas? Aquí pinchamos: "Me temo que los algoritmos que están detrás de la tecnología Genius no están descritos públicamente".

Según Apple, Genius ayuda al usuario a "redescubrir las canciones favoritas que ya tiene", y le sugiere canciones afines "que todavía no tiene", por si quieren añadirlas a su colección. Genius combina tu información con los datos anónimos de millones de usuarios de iTunes y la procesa con esos misteriosos "algoritmos desarrollados por Apple". ¿De qué van?

Genius es un filtro colaborativo, un tipo de programa que recoge información sobre los gustos de todos y la usa para predecir el gusto de cada uno. Estos sistemas no funcionan sacando promedios, sino deduciendo pautas. Buscan a otros usuarios con tu mismo patrón de preferencias, y luego aplican un principio simple y eficaz: quienes han coincidido antes tienden a coincidir después. Los humanos somos así, y Genius lo sabe.

"Pruébalo", me dijo Lara, y así lo he hecho estos días. Es verdaderamente espectacular. Con muy poca información de partida -como una versión concreta de Summertime por el guitarrista de jazz Barney Kessel-, Genius ha clavado mi perfil de oyente, hasta el extremo de que ya me ha descubierto otros cuatro guitarristas a los que ignoraba por entero, y que me gustan mucho más que Barney Kessel, les confieso espontáneamente. ¿Cómo lo hizo?

Manrique explica: "Hay una empresa que se dedica a clasificar las canciones según características como el tiempo que tarda en entrar la melodía, el número de veces que se repite el estribillo o el tipo de armonías. Presumían de predecir los éxitos". Así funciona Genius -con criterios musicológicos- y por eso funciona tan bien.

Pero Genius también usa cualquier otro truco que le venga bien. Por ejemplo, le metí las gymnopédies de Erik Satie y me devolvió el tema de La lista de Schindler, de John Williams, que no se parece en nada. Genius lo había encontrado en Google. Y no reparó en que ése era otro John Williams: un guitarrista clásico conocido por sus transcripciones de Satie.

- ¿Hay una música para chicas y otra para machotes? "Sí, pero sólo en España", responde con humor (alemán) mi musicólogo y neurocientífico favorito, Stefan Koelsch, del Instituto Max Planck de Ciencias Cognitivas en Leipzig. "No, pero ya en serio, yo creo que las nanas las suelen cantar las madres más a menudo que los padres, pero puede ser una cosa cultural". En la que Koelsch, por cierto, no ve ninguna ventaja: "Yo personalmente creo que las nanas y otras canciones cantadas por los padres -y no sólo por las madres- tienen unos efectos muy beneficiosos para el niño".

El científico prosigue: "De modo similar, no pienso que haya una base biológica para las diferencias musicales entre sexos. Las distintas preferencias musicales de hombres y mujeres vienen determinadas sobre todo por la cultura, probablemente. Pero es cierto, por ejemplo, que la música de algunas cantantes es considerada 'para chicas' por los adolescentes, y despreciada por los chicos. Y también es verdad que se manejan perfiles sobre la distribución de género de los oyentes para una canción, una banda, una emisora de radio o lo que sea. Steven Brown recoge algo de esto en Music and manipulation". Ahí tenemos otro libro.

Manrique, creador del espacio Sólo para ellas en Radio 3, añade otro ángulo: "Los hombres tendemos a organizar nuestras preferencias con unos criterios más rígidos que las mujeres, como para convencernos de que controlamos la realidad; marcamos así nuestro territorio, y todo lo que queda fuera de la frontera tiene que ser necesariamente terrible". "Las mujeres están mucho más desprejuiciadas", prosigue el crítico, "y cuando escuchan música no tienen necesariamente que estar reforzando sus esquemas y estereotipos; tampoco necesitan comprarse todos los discos de B. B. King, por ejemplo".

- ¿Por qué en mi discoteca tengo muchos más discos en las letras M y S que en el resto? Ésta no es de música. También mi agenda del móvil está llena de emes -manolos, marías, manriques-, y algo similar pasa en los diccionarios. La preponderancia de la M se debe seguramente a que no hay mejor forma concebible de empezar una palabra: cerrando la boca.

- Al ritmo sostenido que llevamos de sumar canciones a la Red... ¿Cuántos años faltan para que toda la música acabe en Internet, si tal quimera es posible? Es posible que ya esté en la Red toda la música, aunque sólo en un sentido estrecho de la palabra "toda". También es verdad que, por ahora, muchas grabaciones descatalogadas sólo están disponibles en servidores de difusa legalidad. "Si encuentras algo que te interesa en una de esas páginas de descargas gratis", aconseja Manrique con ironía, "más vale que te lo bajes de inmediato, porque al día siguiente pueden haber cerrado 'por aviso legal'".

De todos modos, "hay miles de canciones que no han llegado a Internet, y que quizá nunca lleguen", dice Manrique. Las emisoras de radio, por ejemplo, tienen registradas innumerables interpretaciones en directo que emitieron desde sus estudios, y que rara vez se han editado en disco, y casi nunca han llegado a la Red. "¿O qué sabemos de la música de Indonesia, o de Manchuria en los años treinta?", se pregunta Manrique ahora que no le oye el jefe.

- Y acabamos con la sexta pregunta ¿Por qué el segundo corte del disco parece siempre la mejor? Responde mi periodista favorito, Walter Matthau: "Oh vamos Hildy, ¿quién llega al segundo corte?".

jueves, 20 de agosto de 2009

El triunfo del ruido.

Estemos donde estemos, casi todo lo que oímos es ruido. Cuando lo ignoramos, nos molesta. Cuando escuchamos con atención, lo encontramos fascinante". La cita es de John Cage, el revolucionario compositor que alternó sonidos estridentes y silencios interminables en un buen puñado de piezas deliberadamente caóticas, destinadas a dinamitar el peso de la tradición y los prejuicios de nuestro oído musical. "El resto es silencio", decía Hamlet. Cage parecía afirmar todo lo contrario: el ruido está por todas partes y, en función del grado de atención que le destinemos, puede ser percibido como un espantoso zumbido o como una sinfonía asombrosa.

Para muchos melómanos, la música clásica compuesta durante el siglo XX suena como un ruido insoportable. Mientras Jackson Pollock se vende por millones de euros en las casas de subastas y David Lynch se estudia con devoción en las escuelas de cine, su equivalente musical sigue generando inquietud y malestar entre una aplastante mayoría de espectadores. Compositores como el austriaco Arnold Schönberg (1874-1951), auténtico artífice del cambio de paradigma en la cultura contemporánea, siguen siendo ignorados e incomprendidos un siglo más tarde.

Sin embargo, la música clásica del siglo XX ocupa un lugar central en el arte de nuestros días, muy a menudo sin que ni siquiera nos demos cuenta. El sistema atonal -el que prescindía de las armonías que habían marcado la música hasta el romanticismo- dio lugar a los ritmos sincopados del jazz. Los sonidos de vanguardia, que tanto impactaron en su día, se pueden escuchar hoy en la banda sonora de cualquier película supercomercial hollywoodiense. Y el minimalismo, que han abanderado compositores como Philip Glass y Steve Reich, basado en la repetición constante de frases musicales cortas, ha sido una influencia perceptible en la mayor parte del rock desde que The Velvet Underground debutó en la escena del Café Bizarre de Nueva York.
Picasso es estudiado en colegios, pero su equivalente musical genera malestar

Así suena la tesis del libro El ruido eterno, un celebrado ensayo a cargo del crítico Alex Ross, que Seix Barral publicará en castellano a finales de septiembre, después de haber logrado un éxito sin precedentes en Estados Unidos y de haber sido traducido en quince países. Ross, experto en la música del siglo XX, ha logrado una especie de milagro en el mundo editorial: que un estudio de más de seiscientas páginas sobre un tema supuestamente intragable consiga despertar el interés del gran público.

De la Viena de principios de siglo al Nueva York de los años sesenta, pasando por la Rusia de Stalin y la Alemania de Hitler, el libro conduce al lector "por el laberinto del sonido moderno", a través de las vidas de decenas de los compositores más influyentes del siglo pasado. Y lo hace de una forma amena, didáctica y novelesca, alternando largos pasajes sobre la época histórica que les tocó vivir con comentarios técnicos sobre sus partituras, aunque aptos para todos los públicos.

Haydn frente a la MTV

"Ha sido toda una sorpresa, aunque tuve claro desde el principio que quería llegar a un gran número de lectores. Quería que la gente no especialmente aficionada se diera cuenta de que la música clásica no es una forma de arte anticuada y aburrida, sino que está ligada a los acontecimientos más importantes de la historia reciente. Que es un arte que importa y que todos deberíamos conocer mejor", cuenta Ross. El autor atiende en su pequeño despacho en la redacción de la revista The New Yorker, para la que trabaja como crítico desde hace década y media.

Cuando publicó por primera vez en este prestigioso semanario, emblema de la intelectualidad neoyorquina, Ross era un joven de 25 años recién llegado a la gran ciudad desde los suburbios residenciales de Washington. Este hijo de geólogos nunca pensó en dedicarse a la crítica musical, aunque la composición clásica le cautivó desde pequeño. Mientras sus amigos veían la MTV, él escuchaba a Haydn y Mendelssohn.

"Sí, mis amigos del colegio creían que era un poco raro. Más tarde, durante los años de universidad me obsesioné con la música clásica contemporánea. Solía decir que toda la música pop era una basura. Pero un día empecé a escuchar patrones comunes que el jazz y el rock compartían con la música clásica. Y de ahí surgió la idea de escribir El ruido eterno", cuenta Ross. "Quise demostrar que la composición clásica está por todas partes", dice.

En el libro, Ross se refiere a los numerosos compositores que colaboraron o se rebelaron contra las dictaduras, así como a los que contribuyeron a alentar los nacionalismos, como Sibelius durante la independencia de Finlandia. Habla de los maestros como Aaron Copland, compositor nacional durante el New Deal de Roosevelt que caería en desgracia en tiempos de la caza de brujas. Y también de Kurt Weill en el Berlín de los años veinte, cuando pareció estar a punto de rozar una proeza: romper la barrera que separaba la música clásica de la sociedad moderna, hasta que la irrupción del nazismo invalidó todos sus esfuerzos.

Ross analiza cómo los compositores abandonaron las melodías tradicionales para intentar encontrar nuevas combinaciones de tonos que condujeran a nuevas formas de expresión. La armonía que imperaba en el conjunto fue la gran perjudicada en este proceso, tal como sucedió en la sociedad europea a causa de las tormentas políticas. "De la misma manera que los pintores del siglo XX abandonaron la figuración por el arte abstracto, los compositores hicieron algo parecido con la música. El misterio es que hoy seamos capaces de admirar un cuadro de Rothko, pero que las piezas de Schönberg sigan siendo abucheadas", apunta Ross.
Philip Glass y Steve Reich se basan en la repetición constante de frases musicales cortas

El enigma sigue sin resolverse del todo, aunque el autor nos ofrece algunas pistas para entenderlo mejor. "La gran diferencia es que crecemos observando arte moderno desde niños. En la escuela nos llevan a los museos y estudiamos las obras de los grandes pintores modernos en clase. A través de esta educación, la sociedad ha dejado de lado el shock inicial que provocaron algunos pintores y ha decidido abrazar su creatividad", dice Ross. "En cambio, con la música contemporánea no sucede lo mismo. No recibimos ningún tipo de educación al respecto. Si, cuando somos adultos, decidimos ir a escuchar un concierto, es muy probable que no sepamos cómo encontrarle sentido alguno. La ironía es que se encuentre por todas partes, como un lenguaje universal, pero siga irritando tanto a la gente cuando se encuentra en estado puro".

El autor divide la culpa entre la falta de curiosidad de los oyentes y el elitismo de ciertos compositores. Los primeros suelen decir que no hay belleza en la música contemporánea. "Como si, según el canon tradicional, el Guernica pudiera considerarse bello", protesta Ross. Los segundos decidieron menospreciar al gran público. Schönberg, el más radical con diferencia, llegó a escribir lo siguiente: "Si es arte, no es para todos. Y, si es para todos, no es arte". Parafraseando al autor, la antítesis perfecta de este libro. Ross, quitándose el uniforme de experto, confiesa que últimamente se ha sorprendido a sí mismo tarareando alguna canción de Justin Timberlake.

(http://www.publico.es/especiales/libre/244956/triunfo/ruido).